viernes, 26 de octubre de 2012

El medio pelo
en la calle


Por Horacio González


Hay un mercado de imágenes y una ideología que pertenece al mercado de imágenes. Podemos darles nombre: inseguridad urbana, inflación económica y corrupción política. ¿Es que no existen estas cuestiones? Por supuesto que existen. Tienen su grado empírico y efectivo de existencia en todos los grandes tráficos entre economía pública, vida urbana, instituciones públicas y privadas. Son características de toda vida metropolitana no sólo moderna –de las megalópolis contemporáneas–, sino de las que ya retrataban los grandes tratadistas políticos del siglo XVI, la Florencia de Maquiavelo, por ejemplo.
¿Cuál es la diferencia entre la existencia real de estas dimensiones oscuras de la vida social –siempre hay ilegalidades diversas, las ilegalidades son un percutor de la reproducción del capitalismo– y lo que aquí llamamos el mercado de las imágenes? La diferencia es que todos esos temas reales que las democracias progresistas deben resolver con políticas renovadas, cuando ingresan al mercado de las imágenes se convierten en cuestiones autobiográficas, en efigies e iconografías de un sistema de ideas.
La conocida propensión de los grandes medios del todo el mundo es haber logrado, gracias a tecnologías expositivas que antes fueron patrimonio de las vanguardias, que un caso o varios casos, incluso numerosos casos de cada uno de estos nuevos flagelos aparezcan como arquetipos de una genérica institución política, considerada como un nuevo Leviatán. Siempre se pensó que un puñado de casos eran un tema estadístico. En el mercado de imágenes, todo ello tiene rango ideológico y furtivo.
Serían ciertos Estados que por cualquier razón, especialmente si hay políticas de cuño popularista o de énfasis social de por medio, los contemplados por una razón potencial que los cuestiona señalando elementos que afectan al existir profundo, todo lo que responde al orden de la securitas, la inflatio y la corruptio. Sí, dicho en latín, porque estas nociones ya están en los autores más antiguos. Sólo que ahora, presentadas como tejidos mentales, urdimbres subyacentes del alma colectiva e interpelaciones a la condición ciudadana, han rehecho en todo el mundo la noción misma de clase media con disponibilidad para las grandes maniobras morales.
Es correcto el nombre si se las quiere ver como un mundo difuso, cuya armazón interna son esos arquetipos que a menudo son invisibles, pero que apuntan a la definición existencial del hombre medio, no el homo cualunque ni el medio pelo, sino el que se define por sus condiciones exteriores de vida segura, mundo social límpido y carencia de reflexión sobre las biografías profesionales. La clase media es la más creyente en su autodeterminación –suele salir a las calles con la bandera de la libertad– y es también la más teledirigida en sus prácticas políticas. Consigue la hazaña de llamar libertad a una tautología que se mueve como giróscopo interno de sus propios temores. Así, la libertad puede ser sinónimo de su misma pérdida.
¿Hay que condenarla por eso? Sí, porque en nombre de la libertad del mercado de las imágenes, frustran la comprensión de la libertad que laboriosamente descubren las sociedades en la construcción real de sus derechos.
Tal distorsión de la idea de libertad puede ser condenada en el tribunal severo de las filosofías de la emancipación. No obstante, como también se emplea la palabra, aunque sea de modo literal, la cuestión de la libertad nos reclama atención y más aguzados análisis de movilizaciones como la ocurrida el jueves 13 de setiembre en las grandes capitales del país.
No es necesario pasar nuevamente por la trilla de tópicos no desdeñables, pero que son los más visibles, vituperables y aprehensibles de lo que ya se ha dicho una y otra vez. No trivialicemos la cuestión, aunque sea necesario decir que hay en esos sectores movilizados resurrectos catafalcos de ultraderecha, póstumos gozadores de los bombardeos del ’55, señoras que acaban de salir del shopping con la bolsita de compras que se suman sin ningún distanciamiento gramatical al carrusel rimbombante de los juglares caceroleantes, el personal estable de la 125, el hombre o mujer popular que hizo entrar desdichadamente en su ácido anecdotario conversacional las palabras “populismo”, “negros de porquería” o “cepo cambiario”. No obstante, no parece adecuado desdeñar lo ocurrido ni a través de cómputos ceñidos de manifestantes ni por medio de comparaciones con capítulos ancestrales o más recientes de la vida nacional.
Lo que ocurrió, ocurrió de sorpresa aunque con un clima preexistente –perfectamente intuible– y en perfecta retroalimentación circular con la malla intensa de enunciados que sale de la conocida aparatología comunicacional.
Todo ello merece una reflexión profunda que es el cuño último de la vida política, pues en ella, nada en verdad redunda, sino que todos son hechos nuevos. Cierto que éstos tienen molduras, playas naturales de estacionamiento, sumas y picos estadísticos que el buen analista recopila. Pero no es posible dejar de comprender, y hay que hacerlo sin lamentar, sin lanzar invectivas y sobre todo sin creer que el mundo ya está interpretado.
Jauretche escribió El Mediopelo preocupado por el hecho de este gran sector de la población no se animara a recorrer caminos comunes con los sectores que asumen con mayor decisión un ánimo popularista, le falte o no mayor precisión en sus proclamas y mensuras.
No escribió ese mentado libro Jauretche para condenar a un gran manchón social y simbólico, sino para estudiar –como lo hicieron y lo hacen sociólogos académicos de todo tipo de orientación– a un sector ambiguo –que hace de esta noción su fuerza– tanto en sus formas de circulación económica como de consagración de prestigios, consumos culturales, formas de certificación honorífica y simbologías que sitúan el ser en el mundo.
Los libros de Jauretche son contemporáneos de las obras de Vance Packard sobre la publicidad y el prestigio como orden clasificatorio de las personas, también relacionados, con obvias diferencias que no vienen al caso ahora, con la obra de Pierre Bourdieu sobre el modo en que se reproducen los símbolos distintivos en el poder de las aristocracias y mesocracias.
¿No convendría revisar ahora estas nociones antes de echar mano a lo que ya sabemos para cuestionar a estos sectores que –para decirlo rápido– presentan una gran cantidad de prejuicios sociales e incluso étnicos, como formas de conocimiento?
Siento que no hemos hecho lo necesario para abordar más resueltamente (esto es, más imaginativamente) esta crucial cuestión cultural, que posee manifestaciones nuevas y largas tradiciones que la cimentaron. No son necesarias las pedagogías quejosas, las reeducaciones soberbias ni mucho menos el abandono de la cuestión por ser un arduo acertijo político. Lo político consiste en anotar todo signo novedoso de la vida en común en un cuadernito invisible, que al fin de cuentas es la conciencia social de los representantes del pueblo. Esto que ocurrió, ocurrió. Y no se puede desdeñar su gravosa repercusión. Y ocurrió también en los planos soterrados de toda la conciencia social del país. Es un fenómeno riesgoso, con potencial desestabilizador; así se lo quiere y así se quieren. Saber de que todo esto ocurre en el Hotel del Abismo impone menos señalar a los que medran con el espectáculo –sábese quienes invisten o se invisten en ese rol– que buscar en el trasiego y legado democrático del país nuevas razones que hagan de lo ocurrido un síntoma también de reflexión para los que pisaron el pavimento –de Santa Fe y Callao, sea–, para posibilitarnos decir lo que quizá no se quiera oír, para que acaso la historia pase de creer que algunos hacen lo que deben a que se tome conciencia de que en general no saben lo que hacen. Frase dura del decir político y definición última de la conciencia. Si la decimos, es porque es necesario que crezca en nosotros una crítica más sabia sobre lo que los otros hacen. Y al poder decir que hacemos política porque siempre es bueno transitar el camino que nos permita saber que los que criticamos a “los que lo hacen pero no lo saben”, estamos pugnando para mostrar también un saber que valga la pena ser sabido.



* Director de la Biblioteca Nacional.
Miembro de Carta Abierta.


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