jueves, 22 de julio de 2010

LA ALDEA LITERARIA
Rohayhu
Cuento de Graciela Acebal*


Parece que hubieran pasado siglos desde que lo vimos llegar. La maleta cargada con lo preciso, la piel oscura, curtida por un sol de mandiocas y naranjos, con música de arpas a lo lejos. La sonrisa ancha y franca, de blanquísimos dientes, que le cruzaba la cara de oreja a oreja. Era de risa fácil y contagiosa. Y cuando se dejaba conquistar el corazón por el vino, se ponía tiernamente romántico y seductor, a su mujer la llamaba reina y le decía al oído rohayhu.


Le gustaba relatar historias, cuando no las recordaba las inventaba para nosotros, que por entonces atravesábamos una infancia austera, fácil de contentar con las más simples cosas. En sus cuentos siempre había retazos perdidos de sus recuerdos, las heroínas eran las mismas mujeres que él había amado en su niñez, las que lo habían criado, alimentado, mimado y consentido. Abuelas, hermanas, tías, primas. A falta de madre, cualquier mujer es buena para dar calor al corazón.


Los hombres casi no tenían protagonismo en sus relatos. A ellos se los había llevado la guerra.

Cuando se quedó sin trabajo primero se dió al hábito de la jardinería, se volvió aficionado a la brocha gorda y el fratacho, se entretuvo en la cocina, entre ollas de aluminio y recetas memorables de sopa paraguaya. Por esa época comimos los más ricos guisos, vimos reverdecer las plantas y renovarse la casa propia y las vecinas, con paredes pintadas a dos tonos, como estaba de moda.

Después, como pasa siempre, la costumbre y el abuso le fueron cambiando el tinte a las cosas. Se le opacaron los ojitos de carbón. Se le angostó la sonrisa. Se dió al vino como quien se da al juego, de manera arrebatada. Todo el día estaba el perro tendido a sus pies lamiéndole los dedos, y desde temprano el vaso medio vacío sobre la mesa. Ya no tenía edad para salir a competir en el mercado laboral, tampoco tenía ganas. Vivía en una casa prestada, dormía en un cuarto que alguna vez había sido alcoba de amores encendidos. Pero no era el caso suyo, no.

Su mujer no tenía nada de encendida, excepto para los asuntos vinculados con el malgasto del dinero, que esos sí, la ponían frenética. Las recriminaciones se multiplicaban a la par que su dosificación alcohólica en sangre. Las horas compartidas se volvieron apáticas, infértiles, tristes. El humo del cigarro lo inundaba todo, copaba todos los espacios vacíos, que eran mayoría.

La añoranza se le hizo insoportable, se le fue metiendo en la piel como un cuchillo mal afilado. Se le desdibujó la sonrisa y pronto perdió el entusiasmo por la lectura y la música, que en otros tiempos tanto le agradaron y acompañaron. Nosotros, ya algo más creciditos y ocupados en asuntos de otras índoles, apenas si lo notamos. Hacía rato que no nos sentábamos en sus rodillas para oirlo relatar aquellas historias fantásticas tan suyas.

Una tarde caímos de visita y ya no estaba. Resultó ser que el hombre se había ido tan calladito como llegó. Sin decir hola ni hasta luego. Suponemos que a reencontrarse con sus reinas, las heroínas de todos sus cuentos. Las únicas mujeres que lo habían hecho feliz.

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*Escritora

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