jueves, 13 de noviembre de 2008

LA ALDEA DE LA REFLEXIÓN
Lo que no hicimos
Por Guillermo Jaim Etcheverry*

En una de las historias de su Trilogía de Nueva York , Paul Auster afirma que “las oportunidades perdidas forman parte de la vida igual que las oportunidades aprovechadas, y una historia no puede detenerse en lo que podría haber sido”.
Durante mucho tiempo me acompañó esa idea que sostiene que, en realidad, uno es lo que es pero también lo que soñó ser, lo que hace pero también lo que soñó hacer.
Años después, un breve texto de Manuel Vicent actualizó esa reflexión. Relata su encuentro en el jardín del templo del Buda de Jade en Shanghai con un monje, centenario y ciego. Sin poder resistirse a aprovechar la sabiduría que evocaba el monje, se anima a preguntarle qué debe hacer para ser feliz. Al cabo de un tiempo, el anciano murmura: “No te duelas nunca de las cosas que no has conseguido. No luches por las cosas que sabes que nunca podrás alcanzar”. Vicent reflexiona a propósito de esa respuesta: “La primera parte del oráculo estaba clara. A los 18 años pensé en fugarme a París. No lo hice. A los 30 me creía capaz de escribir como Scott Fitzgerald. No lo conseguí. A los 50 me propuse cambiar de vida. Me dio pereza. El monje me recomendaba que diera esos sueños por perdidos, pero yo los consideraba como un pasto primordial de la memoria que me mantenía vivo y en realidad aún me sigo alimentando de ellos. Las cosas que no hice en esta vida son mi mejor caudal”.
Ambos escritores se resisten al olvido de lo que una persona se propuso ser, de las oportunidades perdidas en el transcurso de la vida. Advierten que proyectos y oportunidades, aun cuando no se hayan concretado, siguen presentes en cada uno de nosotros, forman parte de nuestra singular experiencia vital. Más que rastros de un pasado perdido, continúan formando parte esencial de nuestro propio ser presente.
Tal vez esas expectativas, las posibilidades de vivir otras vidas que pasaron a nuestro lado para no volver, constituyan nuestra más importante reserva para enfrentar una existencia que, no pocas veces, es menos apasionante que aquellos proyectos que quedaron como tales.
Por eso, no es fácil coincidir con el monje cuando dice: “No luches por las cosas que sabes que nunca podrás alcanzar”. Al luchar por algo, siempre imaginamos que lo podremos alcanzar. Esa es la fuerza arrolladora de la utopía, que afortunadamente nos ciega aun ante la evidente dificultad de lograr lo que nos proponemos hacer. Hubiéramos imaginado recibir del monje el consejo de luchar por esas utopías.
Pero le responderá mejor otro escritor, Gabriel García Márquez, quien al aceptar el Premio Nobel de Literatura, en 1982, leyó un texto de incomparable belleza y profundidad. En un párrafo señala: “Un día como el de hoy, mi maestro William Faulkner dijo en este lugar: “Me niego a admitir el fin del hombre”. No me sentiría digno de ocupar este sitio que fue suyo si no tuviera la conciencia plena de que por primera vez, desde los orígenes de la humanidad, el desastre colosal que él se negaba a admitir hace 32 años es ahora nada más que una simple posibilidad científica. Ante esta realidad sobrecogedora que a través de todo el tiempo humano debió de parecer una utopía, los inventores de fábulas, que todo lo creemos, nos sentimos con el derecho de creer que todavía no es demasiado tarde para emprender la creación de la utopía contraria. Una nueva y arrasadora utopía de la vida, donde nadie pueda decidir por otros hasta la forma de morir, donde de veras sea cierto el amor y sea posible la felicidad, y donde las estirpes condenadas a cien años de soledad tengan por fin y para siempre una segunda oportunidad sobre la Tierra”.
Precisamente porque somos también los sueños que no hemos concretado es que seguiremos luchando aun por aquello que intuimos nunca poder lograr.
revista@lanacion.com.ar
(*El autor es educador y ensayista)

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