domingo, 21 de abril de 2013

Leer en la cama


En el siglo XVIII, aunque los dormitorios seguían sin ser espacios totalmente tranquilos, quedarse leyendo en la cama –al menos en París– se había difundido lo bastante como para que san Juan Bautista de La Salle, el filántropo educador francés canonizado en 1900, advirtiera contra los pecaminosos peligros de tan ocioso pasatiempo. “Es totalmente indecente y de mala educación conversar, chismorrear o juguetear en la cama”, escribió en “Las reglas del decoro en la urbanidad cristiana”, obra publicada en 1703. Y agregaba: “no imitéis a ciertas personas que se dedican a la lectura y a otros asuntos; no os quedéis en la cama si no es para dormir; de ese modo vuestra virtud saldrá muy beneficiada”.

El autor de “Los viajes de Gulliver”, Jonathan Swift, aproximadamente en la misma época, sugería irónicamente que los libros leídos en la cama deberían ser aireados: “En el momento en que abra las ventanas para ventilar”, aconseja a la doncella encargada de limpiar el dormitorio de su señora, “deje los libros, u otras cosas, sobre el asiento junto a la ventana, para que también se aireen”.

En Nueva Inglaterra, a mediados del siglo XVIII se suponía que la novísima lámpara Argand había fomentado la costumbre de leer en la cama. “Se comprobó enseguida que las cenas, anteriormente iluminadas con velas, habían perdido la brillantez de otros tiempos”, porque quienes antes sobresalieron en la conversación ahora se retiraban a sus dormitorios para leer.

 
(En “Una historia de la lectura”,  Alberto Manguel, en la Revista electrónica Cuentos al día)

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