martes, 13 de octubre de 2009

LA ALDEA DEL CUENTO
Historia accidental de un viaje al exterior
Por María Elsa Rodríguez*

Sucedió el siglo pasado... en un oscuro período entre los gobiernos de Alfonsín y Menem, si mal no recuerdo. Hasta la tragedia provocada por la xenofobia, todo parecía ser una joda como cualquier salida con amigos en los dorados años de firmeza y tonicidad muscular. Los últimos tiempos, me he retirado por propia decisión (lo confieso con pesar), a las zonas montañosas que me permiten ocultar la fofez de mis partes del oprobio que me genera la playa, las termas y las comparaciones odiosas de alguna gente.
Entonces, mi cuerpo y yo éramos diferentes. Aún no sabía que mi marido no era ocurrente y pintoresco, sino que estaba chiflado, lisa y llanamente. ¡Cuánta inocencia!. No podía ni jugar al tejo en la arena siquiera... se me perdían invariablemente los círculos voladores de madera verde, una y otra vez, demorando cómicamente el juego, hasta que ya no pudimos seguir por falta de demasiadas piezas. Pero nos reíamos de mi torpeza... ¡Estábamos tan bien!. Todo era alegría. La cuestión es que éramos tan jóvenes y despreocupados que en pleno viaje a Mar del Tuyú, llegamos a Entre Ríos... cosa curiosa, ya que no veníamos del sur patagónico, subiendo por la Ruta 3. Sino más bien todo lo contrario, arrancamos del Gran Buenos Aires para el sur, pero tal vez una rotonda mal señalizada o la falta de sueño reparador, o que nuestros amigos Ale y Oscar estaban podridos de reparar la casa donde nos alojamos al llegar a la costa. La cuestión fue que debimos migrar al norte y terminamos en lo de unos parientes de otro amigo, en Concepción del Uruguay.
La verdad, que mi media naranja era de esconder cosas, como esto del lamentable estado del sitio al que nos llevó y de la fobia. Una vez guardó los “Australes” que ahorraba en una bolsa de nylon y los enterró en la huerta del fondo, con la esperanza de que eso le impidiera gastarlos y yo fuera la reina del hogar que construiríamos con la ganancia... pero mi suegro, sin saberlo, alquiló el terreno a una familia boliviana que lo usaba para la producción de hortalizas. La cosa terminó mal. No encontramos el dinero. Los bolivianos alegaron que quizás se habría desintegrado el papel por la humedad del suelo... lo que la bolsa de plástico hubiera impedido, según gritaba mi “casi husband” de entonces mientras su madre, hermano y yo tratábamos de que no liquide a los impasibles inquilinos, presa de la desesperación que le provocaba su estado de nervios.
El tiempo le permitió consolarse de alguna manera, al ver que cambiaba la moneda de nuevo y podía volver a juntar moneditas en una lata. Yo no tuve consuelo al no poder reinar en lo de mamá donde nos tuvimos que quedar, ante la imposibilidad de hacer nuestro nidito de amor en otro lado. Tal vez de allí su inexplicable fobia ante el extranjero... y su permanente deseo de no gastar. Por eso fuimos a esa casa que nos prestaron en la playa. Ya Ale y pareja ponían el auto, nosotros teníamos que ofrecerles el techo... que lamentablemente se llovía. paradójicamente no había agua en las cañerías. Eso lo supimos una vez que logramos ingresar. Tuvimos problemas de entrada con la cerradura y también con la luz. Lamentablemente llegamos de noche... pero el alumbrado público nos iluminó bastante bien mientras arreglaban los tapones y destornillaban la puerta de madera del frente, que finalmente cedió y pudimos instalarnos.
Nosotros ya estábamos acostumbrados a las incomodidades que mi vieja nos brindaba, así que no lo pasábamos tan mal. En cambio Oscar, al tercer día, cansado de trabajar en vacaciones y, tras no haber podido disfrutar tampoco de mis pastas pegoteadas (yo aún no sabía cocinar, de hecho no pude aprender, traumatizada por ese recuerdo), nos invitó a un lugar donde no estaba lloviendo según el pronóstico meteorológico. Se veía él como un fóbico en ese momento...
Dimos un verdadero giro, que nos llevó a Entre Ríos. En el camino, la lluvia dio paso al fresquete. Por suerte, nos divertíamos de lo lindo. Mientras Ale y yo cantábamos los temas de Copani en el asiento de atrás, un grito de mi marido nos sorprendió. El conductor, lo había golpeado mientras aullaba desencajado: “tengo desempañador”. Claro, nosotros no teníamos, o no le funcionaba a nuestro coche. El auto en su totalidad no andaba, por eso viajábamos en el Fiat Europa impecable de los chicos. Se ve que “my darling” quiso limpiar a mano el parabrisas... para ayudar en algo.
Al llegar, nos recibió el tío de nuestro amigo, un tipo muy jodón. Mi esposo, también lo era todavía: “¿El cabezón vino en el fitito?”, le preguntó al buen hombre, quien desconcertado, respondió que no... ¿Para qué querría un autito tan chico semejante pedazo de hombre?. Mi marido remató: “¡Para usarlo de casco cuando anda en moto!”.
Parecía estar bien... todo parecía encauzarse, pero viraría inexorablemente para el lado oscuro. Conocimos la playa que los locales consideran su orgullo. No existía Botnia aún y, a propósito, ahora se me ocurre curiosamente que decir “Argentina y Uruguay”, es como nombrar “Inglaterra e Irlanda”... sin rencores mutuos, con una historia en común que nos hermana, un canal de agua en medio que nos une más que separarnos... ¡Cuantas coincidencias!. Pero mi hombre no lo veía así... temía que no era buena idea cruzar el charco a comprar boludeces. En esa época, el cambio nos favorecía y a los demás les encantó la propuesta. El tío ya había pasado varios televisores, sentado sobre ellos, en lugar del asiento del conductor... de más está decir que los muchachos que vigilan el puente, eran de lo más campechanos y no revisaban mucho. Esposo mío daba muestras de un humor cada vez más particular. No sé si es que a mí irritaba su actitud (lo veía rascarse la cabeza en una postura netamente infantil), o porque imaginó una tele de 14 pulgadas atascada en el traste del gordo y se lo espetó groseramente (lo que al otro lo hizo desternillar de risa). Tal vez, cuando se acercó mal predispuesto a empujar un auto que se había quedado entorpeciendo el trámite en la aduana, en plena entrada al puente... debí darme cuenta de lo que nos esperaba. El gendarme se acerca y le dice: “¿No me da una mano maestro?”. Lo miró serio y replicó sarcástico: “¿Cuál querés?”.
Los demás rieron, pensando que estaba de buen humor... yo sabía que no era docente y me di cuenta que también me rascaba mucho, como el resto del grupo, ajeno a mis cavilaciones. Uruguay le gustaba menos que la idea de volver a pasar por un puente tan largo con tantos litros de líquido corriendo por debajo. Me lo comentó con mala cara, como si fuera mi culpa que estuviese en esa situación. Entonces recordé que se bañaba de manera particular. Primero el cuerpo descalzo hasta el cuello y luego, al salir se lavaba la cabeza... en el lavatorio. Comencé a sospechar que le había entregado mi destino a un roñoso, piojoso y mal parido. Me puse a hacer cuentas, para ver si ya había vencido la garantía... ¡Y si!. Hacía más de un año. Ya no lo podía devolver.
Al rato, la banda que nos llevaba de aquí para allá, decidió quedarse a pasar el resto del día en las termas de Guaviyú. Ése al que la ley me unía “no dijo ni mu”. Noté su descontento durante el resto de la velada... todos nos metimos a las piletas excepto él, alejado por miedo que quisieran tirarlo al agua. Permaneció vestido de pies a cabeza con el pantalón largo de su equipo de gimnasia de poliéster azul (cerrado hasta el cuello), cociéndose al sol. Éramos tan diferentes... en un momento salí para ver si se ponía un poco las pilas y me invitó a caminar. No le gustaba el lugar. Mucho coche importado, mucho sol, muchos piojos, muchos uruguayos. A mi me dio como pena... le expliqué con lo que me quedaba del cariño que unas horas antes sentía por él, que estábamos, efectivamente del otro lado de la frontera. Se ofendió y discutimos acerca de mi falta de lealtad para con él y sus manías. ¿Cómo podía ponerme del lado de esos extranjeros?. Ya una vez nos habían estafado “los del gran país del norte”. Me descolocó, por un momento, el muy vil. Esperé, astutamente para ver qué tramaba. Yo sólo conocía un par de extranjeros. Mi mamá, que era tana y la vieja gallega de al lado, pero no de Estados Unidos... “¡Los bolivianos que me cagaron!”, gruñó ya bastante molesto. Me quedé muda, lo que aprovechó para seguir furibundo quejándose de mi obtusa postura. Estaba sintiéndome un poco mal por la decepcionante forma en que se estaba presentando la cosa. El sol pegaba fuerte a esa hora y se ve que mi rostro lo terminó conmoviendo. Me invitó una bebida fresca a la sombra. En el local no le quisieron recibir la plata argentina, por lo que se la agarró entonces con el que atendía, empecinado con que el tipo lo sobraba. El empleado se mantuvo firme y le mostró que enfrente, le cambiaban los billetes. Cruzamos a un puesto en el que vendían canastos de mimbre. Misma historia. Se los tomaban si compraba algo... que él no quería. Opiné que uno de los cestos estaba buenísimo, para terminar con la cuestión y me dieran algo de tomar. Fue el acabóse... me acusó de traidora, imperialista: “¡Roja!” me gritaban unos que no distinguí entonces, pero que resultaron ser nuestros amigos enganchándose en la trifulca, al creer que era en broma. Casi van todos en cana por el lío que se armó. A mí me llevaron a la enfermería, estaba insolada, colorada como un tomate, cansada, deprimida y no me dieron mi gaseosa. Pero me compraron el canasto. A la hora de volver tuve que decidir entre el dichoso coso de mimbre y el otro coso... no había lugar para llevar a los dos.
Prefería el cesto, la verdad. Pero el resto del grupo pensó que se me iba a pasar y ese hombre que me acompañaba no quería quedarse en un país limítrofe. Lo ataron al techo (al canasto), y volvimos hasta el lado argentino, donde nos separamos. El tío y el cabezón siguieron para su casa. Ale y Oscar decidieron súbitamente ante nuestra poco amigable compañía, seguir viaje a Misiones... hartos de nosotros. Nos dejaron en un hotel para que nos reconciliáramos y para que les cambiara la suerte. Yo dormí con mi regalo (que aún conservo y al que bauticé “Consuelo”) y mis piojos. El se fue a su cuarto con los suyos.

*Escritora y Bibliotecaria
de Bella Vista

1 comentario:

María elsa dijo...

Muchas gracias por la publicación.
Es un gusto tener un editor de San Lorenzo.