domingo, 24 de febrero de 2008

LA ALDEA SOBRE EL AMOR Y OTRAS CUESTIONES

Cómo era coger en los ’70
Por Alicia Stolkiner*

Sin lugar a dudas el resquebrajamiento de los viejos paradigmas comprendió a todos los aspectos de la vida cotidiana y en ese proceso, los protagonistas de aquella época generaron y experimentaron profundos cambios en sus vínculos. “En una sociedad de cuerpo presente, el amor, la solidaridad y el sexo encontraron por momentos una conjunción que tenía pocos antecedentes en la relación entre géneros”. Pensar el amor en el contexto de la militancia de los ’70 es rescatar fragmentos y escenas cuyo telón de fondo es la permanencia universal de la temática en la Biblia, el Talmud , la literatura de todas los tiempos y hasta en las pinturas precolombinas. Pero lo que particulariza la época resuena nominalmente en los títulos de algunas películas (“Nos habíamos amado tanto”, “Los compañeros”) y en el contenido de una consigna de esa irrupción final de los ’70 que fue la revolución nicaragüense: “Defendamos la alegría: el enemigo le teme”. En una sociedad de cuerpo presente, el amor, la solidaridad y el sexo encontraron por momentos una conjunción que tenía pocos antecedentes en la relación entre géneros. El uso de la palabra “compañero” o “compañera” para designar a la pareja dejó atrás la institucionalidad del “esposo” “esposa”, la pureza supuesta del “novio”, “novia” y la clandestinidad de los “amantes”. Indicaba lo común, lo compartido, la alianza de no agresión entre aquellos que se enfrentan al Poder. Las mujeres se libraron, como si se sacaran un corset, de la necesidad de ser frágiles, sutiles y un poco tontas para ser amadas. Los varones prescindían de los blasones del éxito económico o laboral. Cuando Spinetta, a finales de la dictadura, escribe “una mujer valiente también se inclina ante la sed” refleja la articulación entre valor y deseo que era común en ambos sexos. La seducción, esa constante, se jugaba en gestos directos y audaces en el contexto de una estética despojada e imperfecta. El ideal no era, como se propone ahora, exponer a la mirada cuerpos sin fallas y cuidadosamente trabajados, sino erotizar cuerpos comunes y diversos, expuestos al riesgo, al enfrentamiento de la calle, a la vorágine del movimiento social. Por supuesto que hubo tantas formas de amor (y desamor) como parejas; aquí se trata apenas de aprehender una esencia que se manifestó de manera impura, incubada en el seno de gestos anteriores. Una generación nacida en los años ’40 y ’50 no podía borrar de un plumazo los estereotipos de la sociedad en la que fue gestada y muchos de ellos (por ej. el machismo o el moralismo) se mantuvieron contradictoriamente en movimientos y organizaciones que buscaban cambios sociales de indudable radicalidad. La homosexualidad, por ejemplo, siguió siendo un territorio en penumbras que suscitaba desde cuestionamientos severos hasta aceptaciones tácitas y silenciosas, según las identidades políticas e ideológicas. Las organizaciones tenían diferentes normas, ya sea implícitas o explícitas, sobre la pareja y el sexo. La burocrática bruma stalinista era el transfondo de algunos enunciados. Hubo un manual de moral revolucionaria del PRT (Partido Revolucionario de los Trabajadores), de un ascetismo severo y monogámico, que indicaba “lo correcto” aún en la crianza de los hijos. En abierta diferenciación con esto, algunos grupos independientes de extracción estudiantil proclamaban el amor libre. Otros, de lectura marxista, le respondían con una carta de Lenin a la feminista inglesa Inessa Armand (que según los chismes era su amante) en la que, furioso (y quizás celoso), rebatía con argumentos de clase la posibilidad de considerar revolucionaria esta consigna. Los grupos de origen peronista eran, quizás, los más clásicos en sus vínculos, manteniendo incluso el hábito de casarse religiosamente en ceremonias informales que muchas veces rescataban la emoción inicial del sacramento. Pero lo común, subterráneo a esta diversidad, fue la intensidad inusual de los encuentros. Los hippies habían introducido la droga como potenciador de las sensaciones, pero los militantes no creían necesitarla. La sexualidad, aún en las parejas más estables, podía emerger abruptamente en el curso de la actividad cotidiana y terminar manchada con tinta de mimeógrafo o demorando injustificadamente la asistencia a un acto. Confiar como sólo se confía en un compañero/a al que además se respeta, con el/la cual se comparte un objetivo que trasciende lo individual. Abrazar, disfrutar, recorrer o recibir un cuerpo joven y sano al que, sin embargo, mañana podía arrebatar la cárcel o la muerte. Saber que cada encuentro podía ser el último antes de una separación quizás definitiva y, simultáneamente, suspender el tiempo y olvidar lo inmediato. Inscribir una huella de placer en cada centímetro de la piel amada, anticipándose, ganándole palmo a palmo la batalla a todo el dolor posible de la caída, era una jugada deslumbrante que no necesitaba ningún aditamento para que la intensidad fuera máxima. “Navegar es necesario, vivir no es necesario”, Freud rescata este lema de la Confederación Hanseática en el mismo texto en el que afirma que la renuncia a incorporar la muerte en la cuenta de la vida deviene indefectiblemente en un empobrecimiento de esta última. Caetano Veloso, a finales de los ’60, retoma el lema en un fado de particular belleza. Repensar el amor militante es complejizar el vínculo entre la vida y la muerte y, quizás, rescatar uno de los indicadores de vitalidad más intensos de una generación que, durante años, ha sido recordada casi exclusivamente por lo temprano y dramático de su muerte. (*Psicóloga, psicoanalista y docente de la UBA.)

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