sábado, 23 de julio de 2011

Las nuevas generaciones,
¿siguen leyendo?


*Por Guzmán Urrero

Dicen que el correo electrónico, los chats de Internet y las publicaciones en red demuestran que las nuevas generaciones siguen leyendo.
No son libros, pero… En fin, ya ven que, en este tiempo que nos ha tocado en suerte, preferimos destacar el menor de los males. Porque, seamos sinceros, a nadie le agrada pensar que el libro es un artefacto pasado de moda. De ahí que convenga hacerse unas cuantas preguntas: ¿La lectura sigue siendo un signo de prestigio social? ¿Cómo lograr que los adolescentes conserven el amor por los libros? ¿La afición a la lectura está destinada a extinguirse? ¿Y qué mundo nos espera con ello?
En uno de sus fragmentos más luminosos, Marcel Proust comprueba cómo, mientras la lectura sea “la iniciadora cuyas llaves mágicas nos abren en nuestro interior la puerta de estancias a las que no hubiéramos sabido llegar solos”, su desempeño en nuestra existencia resulta francamente saludable, pues viene a estimular lo más noble que hay en nosotros: el entendimiento, la fantasía y la razón; o por mejor decir: el don de la conciencia, donde resuenan todos los significados del mundo real y de los mundos posibles.
Dicho de otro modo: leer enriquece nuestro criterio, fomenta nuestros sueños y nos brinda un sinnúmero de vidas postizas que llenan los huecos de la nuestra.
En contraste, leer es para Proust un quehacer peligroso “cuando, lejos de iluminar nuestra espiritualidad, la suplanta, tornándose un simulacro carente de sentido y de valor; o cuando la verdad no se ofrece a nuestros sentidos como un ideal inalcanzable por nuestro pensamiento y nuestra voluntad, sino como un concepto material, “abandonado entre las hojas de los libros como un fruto madurado por otros y que no tenemos más que molestarnos en tomarlo de los estantes de las bibliotecas para saborearlo a continuación pasivamente”. Nos basta con seguir la pauta del escritor francés para advertir hasta qué extremo el de lector es un oficio prescindible en la identidad de muchos de nuestros contemporáneos.
El pensamiento gregario –hacer lo que la mayoría hace, sin distinguirse del resto– disipa la individualidad, aunque ello parece importarle poco a ese creciente segmento de la población que se complace en sí misma ante la pantalla televisiva, lejos, muy lejos de esa tentación anacrónica que llamamos lectura.
Hablan últimamente los analistas de este ocaso, y repiten que, a pesar de un tiempo de ocio cada vez más generoso, el lector actual tiende a prestigiar otros pasatiempos por encima de la bibliofilia. Entre los jóvenes, un videojuego en red es mucho más atrayente que un libro.
Se dice que el lector moderno es desatento, fragmentario e impulsivo. Carece de paciencia para acabar el libro que adquiere, y a veces incluso se conforma con hojearlo.
De hecho, si bien el negocio editorial disfruta de unas ventas en línea creciente, parece claro que sus consumidores acumulan volúmenes que no leen, o que no alcanzan a leer del todo, transformándolos así en ornato prestigioso o en simple referencia que quizá nunca lleguen a consultar.
Por todo ello, y en particular para no resultar apocalípticos, pensemos hoy en esas bibliotecas llenas de ejemplares como un foco de cercano afecto, imprevisible en la gama de placeres que puede causar a quien, de cuando en cuando, compruebe los índices de un volumen concreto y luego quede absorto en sus primeras páginas.

*Periodista, crítico
y escritor español

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