El flaco
*Por Roberto Sánchez
"Los desaparecidos no están ni muertos ni vivos, están desaparecidos.”
Dictador Jorge Rafael Videla.
Dictador Jorge Rafael Videla.
“ ‘Roberto, se vino la revolución’, me despertó como a las 6 la tía , y le contesté, ¿qué revolución, tía, la contrarrevolución?...’”. Ése fue el comentario de mi amigo el jujeño esa mañana soleada y fría del 24 de marzo de 1976, antes de ir a trabajar al mediodía a la compañía.
Volví a casa, me puse el pantalón de hilo claro y la remera bordó. Agarré la carterita, documentos y pañuelo, y enfilé para el San Martín. En Chacarita bajé como siempre a tomar el subte. En medio del traqueteo, el silencio de las miradas perdidas y los leyentes de los diarios, un señor le decía a la mujer: “ahora sí que éstos van a hacer marcar el paso”, y agregó con preocupación: “aunque también le van a dar leña a los obreros...” (¿“Le” o “nos”?)
Al rato de llegar a la oficina, el voluminoso contador Romaniz se levantó de su silla y, en improvisada reunión con los jefes inmediatos, arengó eufórico mientras la soldadesca escuchàbamos atentos: “al fin se terminó ese mamarracho de gobierno, la conchuda ésa y el brujo, los peronistas a la puta que los parió... acá también tenemos que cambiar algunas cosas, estos sindicalistas me tienen podrido”. Los jefes lo escuchaban en silencio. El viejo jefe Kauss, cuyo hermano, activo militante del PC, había sido asesinado meses atrás por la Triple A, miraba de reojo al gordo exultante y traspirado. Al rato, el viejo se acercó a mi escritorio y me susurró, “pibe, la ‘perona’ era de lo peor, pero lo que se viene no me gusta nada, estos son unos fascistas de mierda...” Nos miramos unos segundos, bajé la cabeza y seguí haciendo sumas, restas, porcentuales y divisiones.
Como todos los días, yo hacía mis cálculos de cobranza de pólizas de las sucursales que me tocaron en suerte con la vieja calculadora Olivetti y llenaba los asientos contables en la noble lexicon 80. Todo, sin ninguna gana. Mientras, Pedro, Alicia y Horacio, los tres màs reconocidos simpatizantes del sindicato laburaban más que silenciosos.
Media hora más tarde llegó, como siempre, tarde, él, el flaco Juan. “Mal ejemplo para la clase”, pensaba yo con mis 19 años y la mirada puesta en el socialismo y la disciplina fabril con un sesgo más rockero que militante. El flaco, también eufórico, luego me aclararía, por otras razones, saludó a la plebe con cara de fiesta.
Después de la recurrente llamada a su escritorio y levantada en peso de Romániz por la enésima llegada tarde y la enésima advertencia de que le iban a descontar los minutos, el flaco acercó su cara al hombre de los números y le chantó para que se oyera: “descontámelo gordo pelotudo y después a la salida te recago a trompadas...” retirándose a su escritorio contra la pared como si nada. El jerárquico bajó la cabeza y, con cara de odio, quedó rumiando alguna venganza.
En la media hora del refrigerio, el flaco me explicó su teoría: “ahora con el ejército enemigo en el gobierno, se abre un presente luminoso para la toma de conciencia del pueblo y la toma del poder. Se acabó el peronismo, ahora viene la lucha por el socialismo”, me decía como un visionario casi religioso.
El flaco, simpático, seductor, picaflor y ganador con las minas, desde ese día se propuso, y lo cumplió, rascarse olímpicamente hasta que lo rajaran. No toleraba más ese lugar. En cuanto podía, se borraba a la cocina a pedirle un vaso de leche por su úlcera de duodeno a Matilde, la servidora del refrigerio, o revoloteaba con la vieja técnica del papelito en la mano por los escritorios de las minas más deseables, de las cuales más de una caía embrujada por su chamuyo zalamero y de levantador profesional. Si no, faltaba dìa y dìas con licencia médica. “Hay un dolor en la espalda que ningún médico te puede probar”, me pasaba el dato por si quisiera aprovechar.
En julio de ese año ,el flaco llegó con lágrimas contenidas. Su máximo comandante había caído en un sorpresivo enfrentamiento en Villa Martelli, decían los diarios. Después de ese día, nunca más apareció por la oficina. Nadie se atrevió a llamarlo. El “por algo será”, caló hondo ahí y en todos lados. Y por varios años.
Volví a casa, me puse el pantalón de hilo claro y la remera bordó. Agarré la carterita, documentos y pañuelo, y enfilé para el San Martín. En Chacarita bajé como siempre a tomar el subte. En medio del traqueteo, el silencio de las miradas perdidas y los leyentes de los diarios, un señor le decía a la mujer: “ahora sí que éstos van a hacer marcar el paso”, y agregó con preocupación: “aunque también le van a dar leña a los obreros...” (¿“Le” o “nos”?)
Al rato de llegar a la oficina, el voluminoso contador Romaniz se levantó de su silla y, en improvisada reunión con los jefes inmediatos, arengó eufórico mientras la soldadesca escuchàbamos atentos: “al fin se terminó ese mamarracho de gobierno, la conchuda ésa y el brujo, los peronistas a la puta que los parió... acá también tenemos que cambiar algunas cosas, estos sindicalistas me tienen podrido”. Los jefes lo escuchaban en silencio. El viejo jefe Kauss, cuyo hermano, activo militante del PC, había sido asesinado meses atrás por la Triple A, miraba de reojo al gordo exultante y traspirado. Al rato, el viejo se acercó a mi escritorio y me susurró, “pibe, la ‘perona’ era de lo peor, pero lo que se viene no me gusta nada, estos son unos fascistas de mierda...” Nos miramos unos segundos, bajé la cabeza y seguí haciendo sumas, restas, porcentuales y divisiones.
Como todos los días, yo hacía mis cálculos de cobranza de pólizas de las sucursales que me tocaron en suerte con la vieja calculadora Olivetti y llenaba los asientos contables en la noble lexicon 80. Todo, sin ninguna gana. Mientras, Pedro, Alicia y Horacio, los tres màs reconocidos simpatizantes del sindicato laburaban más que silenciosos.
Media hora más tarde llegó, como siempre, tarde, él, el flaco Juan. “Mal ejemplo para la clase”, pensaba yo con mis 19 años y la mirada puesta en el socialismo y la disciplina fabril con un sesgo más rockero que militante. El flaco, también eufórico, luego me aclararía, por otras razones, saludó a la plebe con cara de fiesta.
Después de la recurrente llamada a su escritorio y levantada en peso de Romániz por la enésima llegada tarde y la enésima advertencia de que le iban a descontar los minutos, el flaco acercó su cara al hombre de los números y le chantó para que se oyera: “descontámelo gordo pelotudo y después a la salida te recago a trompadas...” retirándose a su escritorio contra la pared como si nada. El jerárquico bajó la cabeza y, con cara de odio, quedó rumiando alguna venganza.
En la media hora del refrigerio, el flaco me explicó su teoría: “ahora con el ejército enemigo en el gobierno, se abre un presente luminoso para la toma de conciencia del pueblo y la toma del poder. Se acabó el peronismo, ahora viene la lucha por el socialismo”, me decía como un visionario casi religioso.
El flaco, simpático, seductor, picaflor y ganador con las minas, desde ese día se propuso, y lo cumplió, rascarse olímpicamente hasta que lo rajaran. No toleraba más ese lugar. En cuanto podía, se borraba a la cocina a pedirle un vaso de leche por su úlcera de duodeno a Matilde, la servidora del refrigerio, o revoloteaba con la vieja técnica del papelito en la mano por los escritorios de las minas más deseables, de las cuales más de una caía embrujada por su chamuyo zalamero y de levantador profesional. Si no, faltaba dìa y dìas con licencia médica. “Hay un dolor en la espalda que ningún médico te puede probar”, me pasaba el dato por si quisiera aprovechar.
En julio de ese año ,el flaco llegó con lágrimas contenidas. Su máximo comandante había caído en un sorpresivo enfrentamiento en Villa Martelli, decían los diarios. Después de ese día, nunca más apareció por la oficina. Nadie se atrevió a llamarlo. El “por algo será”, caló hondo ahí y en todos lados. Y por varios años.
*Periodista
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