jueves, 1 de enero de 2009

LA ALDEA DEL CUENTO

Pajarito




–Mire la boquita, Doña, es como un piquito; si hasta parece un pajarito.
Juana estaba exhausta. El parto había sido difícil; miró con ternura a su hijo, jamás había visto un niño tan pequeño. Lo llamó Eusebio, como su hombre, pero las palabras de la comadrona fueron proféticas.
Desde ese día fue Pajarito; nunca nadie preguntó su nombre. Era un niño flaquito. Sus brazos y piernas de tan finos parecían palitos. Su piel era pálida y aceitunada. Los ojos pequeños y redondos se apoyaban en la nariz delgada y levemente inclinada sobre los labios.
Pajarito era solitario, con la salud enclenque, como decía su madre. No tuvo hermanos y las manos para la labranza que eran necesarias en la casa quedaron resignadas con Pajarito.
Tal vez por la cercanía con la vivienda, el niño pasaba horas junto al gallinero. De a poco se fue acercando a las aves; comenzó a darles de comer, a barrer la tierra, a recoger los huevos. Daba placer observarlo llegar corriendo a la puerta de alambre, y ver el revuelo que se armaba con los plumíferos: el gallo salía a su encuentro precedido de gallinas y polluelos cacareando y piando en un gran jolgorio. Además, pájaros autóctonos y otros emigrados se sumaban con sus trinos al encuentro del muchacho.
Pajarito con destreza imitó sus voces. Era tal la variación del repertorio y tan perfecto el sonido, que la gente del lugar dejaron de llamarlo Pajarito, pío, pío para escucharlo con respeto y embeleso. Su fama trascendió las fronteras del pueblo, y personas de otros lares llegaron en caravana a Los Troncos a escuchar “al joven que cantaba como los pájaros”.
Tanta actividad lo alejó del gallinero; Juana intentó reemplazarlo, pero ocurrió que las ponedoras dejaron de poner huevos y picotearon los que tenían. El gallo se negó a servirlas y los pollitos resolvieron no crecer más. Pajarito cada día que pasaba se veía más pálido, más delgado, y con su voz que se iba perdiendo, sin que nadie supiese por qué.
El muchacho no pudo volver a su tarea, avergonzado y cabizbajo, salía a caminar y volvía cuando el día se ocultaba. Nadie en la casa le preguntó adónde iba; sólo esperaban verlo recuperado trabajando en el gallinero.
Una tarde que el invierno comenzaba con sus adioses, Pajarito partió al atardecer, luego que sus padres se guardaran en la casa. No se fue sólo, en silencio de exilio, todos los integrantes del gallinero formaron parte de la peregrinación. Los pájaros autóctonos y emigrados silenciando sus trinos los escoltaron.
Por más que los buscaron nunca nadie logró ubicarlos.
Lo que no saben es que el bosque de Los Talas, pueblo vecino, recibió al nuevo Moisés. Una maraña de malezas protegió a los arribados. Las aves se adaptaron sin problemas al nuevo paraíso. Pajarito volvió a ser Eusebio, desplegó sus alas y aprendió a volar.


Marta Rodríguez
22/12/2008

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