Periodismo, papel y
libertad de expresión
libertad de expresión
Hace ya un tiempo el conflicto entre el Estado y los medios privados que monopolizan la actividad comunicativa masiva está subido a un ring.
El centro de la disputa se expresa en el presente de tres maneras conexas: cómo, por décadas, una sola empresa monopoliza la venta de papel de diario nacional a precios no equivalentes para todos los medios existentes en favor de sus propietarios asociados con el Estado desde 1977, en plena dictadura cívico-militar; el probable origen espurio de tal emprendimiento a dilucidar hoy por parte de la Justicia ante la denuncia del Ejecutivo, y/o, si esto último es sólo un mero “relato” construido por el gobierno por afán político proselitista como califica la oposición.
Sin negar las probables ramificaciones del conflicto, lo cierto es que lo que realmente está en juego con fuerza es la verdad histórica de los hechos, pasados y presentes, sin vueltas y sin subterfugios. Verdad que para muchos, es el único modo de seguir avanzando en el presente en democracia sobre bases cada vez más sólidas.
Cualquier estudiante de periodismo sabe que no existe el periodismo “independiente”, salvo el rojo de Avellaneda, como dicen algunos en tono de sorna refiriéndose al equipo de fútbol de zona sur.
Toda empresa, emprendimiento, estructura, pool comunicativo responde a determinados intereses concretos: nadie escribe porque sí y nada existe en el aire. En lo específicamente técnico, la “objetividad” proclamada por algunos desaparece ya al elegir un tema en desmedro de otro para publicar en función de un mercado oyente, televidente, lector. Este tamiz inevitable pasa por la misma subjetividad del que comunica y más cuando refleja una línea editorial. De todos modos, esto no desdeña a priori la veracidad de lo escrito, relatado, narrado, ni per se implica dudar de las fuentes ni de la rigurosidad investigativa de lo producido. Aunque si algo adrede es solapado, puede que se cuele por la ventana.
Por eso, resulta engañoso lo del autollamado periodismo “independiente” porque con ese calificativo oculta, niega, la conexión evidente con intereses concretos, históricos, económicos, políticos, ubicándose como emisor desde un supuesto lugar de ser “LA verdad”, más allá del bien y del mal. Lugar falaz si lo hay, reservado en todo caso para las religiones.
Esta autolegitimación discursiva es sostenida también por razones económicas medibles. El nivel de penetración en el mercado (el consorcio Clarín-Canal 13 reconoce unos 270 medios propios, directa o indirectamente, por ejemplo) redunda en terminar siendo la única versión valorativa, hegemónica, formadora de opinión pública. Impone una cultura del “el sentido común” de cómo ver las cosas y el mundo.
No exhibir el correlato de los intereses representados, o hacerlo solapadamente, yendo a lo puntual informativo, restringe al producto mismo. ¿De qué manera? No sólo por lo que no se publica porque afecta al interés particular del medio, si no también por lo se está diciendo, como bien lo explica Ignacio Ramonet en su libro “La tiranía de la comunicación”, donde analiza cómo se censura, aún en democracia.
Describir el cómo de su accionar no implica necesariamente que esos medios deban dejar de existir, pero sí sería plausible que, a falta de normas mínimas de ética periodística y la sanción que puede ejercer el público evitando esos mensajes, otros medios repliquen sus unívocos relatos construidos y legitimados como verdad inapelable.
Para ello, resulta lícito que el Estado, como expresión de los diversos intereses sociales, pueda y deba propiciar el libre juego de versiones diferentes para que la ciudadanía forme su propia opinión. En lo instrumental, equilibrar el precio del insumo básico como el papel de diario, así como repartir y ampliar licencias de señales audiovisuales de forma equitativa, como propicia la nueva Ley de Medios Audiovisuales recientemente reglamentada.
Porque si hay una sola versión preeminente de los hechos, ¿dónde queda la posibilidad de contrastar ésta para generar lectores críticos, condición básica de un sistema democrático participativo?
Abrir los espacios de expresión para generar una polifonía de voces sociales diversas, aún de los no profesionales e instituciones diversas, es un paso necesario de la ampliación democrática.
Hoy es evidente que se viene dando un uso torpe y hasta burdo de la manipulación mediática, con posturas polarizadas, al menos comunicacionalmente, que quizás expresen los intereses en pugna. ¿Cuáles?
El programa de televisión “6-7-8”, en canal 7, denostado por algunos como mera propaganda oficialista, intenta, en formato periodístico, mostrar las falacias del discurso unívoco, comunicativo y político, de los medios de las megaempresas comunicativas y de los personajes que expresan sus puntos de vista. Sin embargo esta denostación hacia “6-7-8” como pura propaganda berreta oficialista, aunque reconocida y obligada cita para el que quiera por lo menos tener otra versión de lo naturalizado en los medios tradicionales, sólo remite hacia lo adjetivable. Sobre los hechos y modos concretos de manipulación periodística denunciados en “6-7-8” no se dice nada o casi nada. ¿Por qué?
¿Es que acaso los hoy megamedios privados nunca hacen o hicieron propaganda con su formato periodístico, inclusive a favor de algún gobierno? Y en todo caso, si nunca hicieron ni hacen propaganda y sí sólo hacen periodismo, ¿qué tipo de periodismo hicieron en los años de plomo asociándose a aquel Estado dictatorial ocultando o tergiversando información sobre el terrorismo estatal fuera de toda legalidad constitucional (en cualquier hemeroteca están las pruebas) al par de hacer buenos negocios en detrimento de sus competidores?
Quizás “A dos voces” en TN, sea una contrapartida evidente a “6-7-8” en otro formato: dos voces polemizan sobre algún tema político en presencia de dos comunicadores. Sin embargo, si la opinión de algún invitado “toca” intereses del monopolio mediático (propietario del medio que exhibe el programa), o quizás apoya algo de la obra del actual gobierno, tiende a ser disvalorado y hasta “eliminado” de todos los medios del pool. Ya viene ocurriendo con varios artistas que se expresaron en este sentido en otros programas, como Florencia Peña, y según trascendidos, hasta el mismo Marcelo Tinelli, que fue advertido por su sincero o conveniente apoyo a la gestión gubernamental. Sin embargo, aún con tal limitación, ese formato resulta lícito. Al fin, también la aceptación popular y el rating definen veredictos de credibilidad en democracia.
Por otro lado, resulta observable la lamentable situación para periodistas que trabajan en medios hegemónicos que parecen obligados a repetir o elaborar un “microrrelato” afín al medio (luego asumido como propio), con verdades improbables. Desde farandulizar crímenes de lesa humanidad, pronosticar hechos que luego no ocurren y hasta afirmar que hoy en la Argentina existe un clima de persecusión exasperante contra los periodistas y los medios ¿Dónde están las pruebas de ello más que los dichos? El tema en su punto crucial sigue siendo la verdad.
“Nuestra tarea (como periodistas) es decir la verdad y no ocultar información, dice Pablo Llonto, autor del libro “La Noble Ernestina”, porque si no lo hacemos, a sabiendas, estamos haciendo mal nuestro trabajo. Sería como un médico que no cura, algo injustificable. Y si el lugar donde trabaja no le permitiera hacer bien su trabajo y perjudicara a sus pacientes, su deber ético debería ser renunciar”.
Verdad, justicia, libertad, igualdad, sostenes básicos del sistema político que muchos dicen adherir pero que a duras penas toleran. Quizá porque el mismo sistema, con todo lo que le falta, está andando. R.S.
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