Candela y
el masaje de
los medios
Por unos días el caso de la niñita Candela Rodríguez, de 11 años, secuestrada y luego asesinada, no se sabe aún con qué fin y por cuál móvil al cierre de esta edición, inundó, como tantos casos y situaciones traumáticas, espacios totales en los medios de comunicación (o incomunicación) masiva, salvo honrosas excepciones, para desaparecer como noticia a los pocos días como por arte de magia.
El tema, entonces, además del hecho trágico, doloroso, injusto, insoportable, identificatorio de tantos que padecen, padecieron o temen padecer un hecho violento, en este caso no relacionado con lo que se denomina la “inseguridad”, es cómo el mismo se desenvuelve cuando los medios lo muestran exponencialmente. ¿Este hecho hubiera sido el mismo, y hasta hubiera “existido” para millones, si no hubiese sido puesto allí de tal modo? La respuestaparece obvia.
Para toda víctima, o ser querido de la misma, un desenlace fatal es una catástrofe, como calificó Juan Carr, de Red Solidaria, al hecho. Sin embargo, si un hecho delictivo, aborrecible como éste o cualquiera de esta clase, viéndolo ahora desde lo social, es una “catástrofe”, una guerra, un terremoto, un tsunami, un genocidio, una explosión nuclear, una pandemia o un atentado terrorista masivo, ¿qué son?
El uso no riguroso de ciertos calificativos, desde el impacto subjetivo, comprensiblemente humano, debería practicarse desde los líderes de opinión, aún desbordados por el hecho. Al calificar de tal modo el mismo, la espiral ascendente de paranoia, miedo e impotencia, puesto en cadena a su vez por los medios, no se vislumbra otra salida más que la consabida mano dura en la penas y la acción represiva, sin ir al fondo de la cuestión. Por momentos, un ánimo justiciero por mano propia en vastos sectores así una cuasi parálisis juega como modo perverso de control social en favor de vendedores noticias, “miedo”, “seguridad”, o lo que sea.
Los hechos, de todos modos, ocurren, y, al par de la presencia manipuladora de los medios, por momentos agobiante, éstos trocan luego en una indiferencia que se vuelve descreimiento en las instituciones del Estado que deben ocuparse de tantos temas urgentes.
La sobreabundancia comunicativa, aún con la presencia de buena fe de “famosos” por su esclarecimiento, informa y desinforma, y hasta puede poner en riesgo un operativo de rescate cuya responsabilidad debe recaer sólo en los especialistas idóneos.
En la imperiosa necesidad de los medios de “llenar espacios”, los dichos, los dichos de los dichos, las conjeturas, los silencios, las versiones falsas, las informaciones inventadas, los sobreentendidos, los malos entendidos, las “conclusiones” de imputación antojadizas, hacen un cóctel como para que una buena mayoría, conmocionada por el impacto, concluya cualquier cosa para resolver el tema. Mientras, los datos fehacientes de la causa, como por lógica de procedimiento no se manifiestan salvo a cuenta gotas, los medios elucubran hipótesis desde probables hasta disparatadas con los efectos antedichos.
Por eso, en estos casos, los mismos medios deberían aminorar su presencia sin por ello cercenar el derecho de libertad de expresión. Y los ciudadanos, pueden ejercer el poder del zapping o el off ante tal despliegue, así como empezar a dudar seriamente si lo escrito o dicho al aire hasta el hartazgo contiene algo de verdad. R.S.
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