Argentina
año verde
Por Carlos Girotti*
En repetidos intentos, este columnista se sumergió en su memoria para rastrear el momento en el que su propio vocabulario integró el concepto de “Argentina año verde”. Todas las búsquedas, no obstante el afán, fueron vanas, incluyendo la ausencia de respuesta acerca de quién fue el creador de la idea (aunque supone que fue invención de un remoto programa humorístico).
Lo que sí consiguió el firmante con su rastreo fue admitir que esa noción lo acompaña desde hace mucho tiempo. O sea, cuando el que aquí escribe se refiere a una Argentina utópica, poco menos que fantástica y, desde luego, dudosamente realizable, a menudo dice “Argentina año verde”. Está ahí, disponible para ponderar un imposible cuando hace falta, pero acompañado siempre de una certeza: ese día nunca llegará. ¿Nunca?
Puesto a recordar, uno no puede eludir aquella imagen de su padre, oteando el cielo aun en días lluviosos, aguzando el oído para distinguir entre el ruido de un motor aéreo y el de los muchos autos que rodaban por allí y, recurrentemente, profetizar “falta poco para que llegue el avión negro”. Lo hacía sin cesar y parecía no importarle que la proximidad de las pistas de Morón y Palomar produjese todos los días un regular tráfico de aeronaves sin que ninguna de ellas fuera la esperada. Al fin y al cabo, el cielo de aquellos años era tan vasto como la esperanza y nada autorizaba a dar por finalizada la tarea cotidiana de vigilar hacia lo alto por si aparecía el “avión negro”.
Algún día ocurriría; Perón volvería a la patria y mucha gente acudiría a recibirlo porque el pueblo era lo que más anhelaba. Ese hombre del pueblo, pues, el padre de quien esto escribe, no tuvo la dicha de ver el “avión negro”, pero murió en 1964 sin perder la certidumbre de que Perón volvería y con la convicción de que había valido la pena luchar en los días clandestinos de la resistencia, junto a sus compañeros de trabajo y sus vecinos del barrio.
Bastante tiempo después de esa primera muerte tan próxima y temprana, cuando Perón regresó por primera vez a la patria, este columnista marchó hacia Ezeiza. Lo hizo no tanto porque lo ilusionara ese retorno como por rendirle un homenaje a la esperanza inclaudicable de millones de trabajadores que, al igual que su padre, siempre habían sabido que el general volvería.
De nuevo, puesto a recordar, uno todavía escucha las largas conversaciones que mantenía con viejos y nuevos compañeros en los rincones lejanos del exilio. Y también rememora las charlas sostenidas más tarde, en el reencuentro con queridos amigos que habían permanecido en las prisiones de la dictadura e, incluso, con los muy pocos que habían sobrevivido a los campos de concentración. En aquellos intercambios, plagados de “diferencias” y “problemas de concepción”, un denominador común operaba como un contador que volvía todo a cero: algún día los genocidas pagarían sus culpas. Un futuro deseado aunque en un horizonte borroso porque antes se erguían, como montañas infranqueables, las leyes de Punto Final y Obediencia Debida, el indulto. A pesar de ello, no cejarían en aquella porfía que los llevaba, siempre, a querer traer el mañana al presente, aunque éste se les escurriera como arena entre los dedos. Bajo esas condiciones, el porvenir resultaba inasible o, quién sabe, tal vez ocurriese en
Apenas son dos recuerdos, pero el firmante y quien esto lea saben que pueden ser –de hecho lo son– muchísimos más. Dolorosamente más. Por cierto, ninguna historia se ha escrito sin esas llagas, heridas lacerantes que en la memoria de los pueblos alimentan la lucha por un futuro mejor aunque éste, por momentos que pueden parecer una eternidad, se muestre esquivo y distante.
Pero el año verde ha llegado. No ha ocurrido como en los almanaques, que basta arrancar la hoja del día para inaugurar el siguiente. Viene ocurriendo. Es un proceso, histórico para más datos. Afecta e influye en toda Sudamérica y aquí, en lo más austral del continente, también. Desde ya, habrá detallistas que situarán el inicio en tal o cual hecho y no faltarán los enjundiosos polemistas que lo atribuirán a otro u otros hechos distintos de aquéllos. Lo que nadie discutirá es que, en esta época al menos, la noción de futuro se ha reinstalado en la sociedad como algo posible.
A este columnista ya le parecía casi irreal, por ejemplo, que Néstor Kirchner ordenara descolgar el cuadro del genocida Videla. Un gesto impensado para un país que, ayer nomás, había clamado para que se fueran todos los políticos. Pero que Cristina Fernández colgara los cuadros que colgó en un salón de
Pero no, ya hay una época histórica que bien puede ser considerada como inaugural para las festividades de los arqueros y para
Y esto, para mantener la esperanza de un futuro mejor, no es poco.
*Sociólogo, Conicet
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