viernes, 18 de febrero de 2011

Mujer de pies alados

Por Marta Rodríguez*

La mujer estaba en la parada del colectivo.
Tenía el cabello oscuro, muy corto. Su piel pálida casi transparente no conocía arrugas. Los ojos brillaban como afiebrados y la mirada quieta parecía querer horadar el muro que le impedía avanzar.

Fue un viernes de fines de agosto cuando me atrapó el sortilegio de esa mujer.
Antes del almuerzo solía ir hasta la puerta. Aferrada a las rejas aguardaba a mi padre. En la espera me entretenía mirando el desfile de vecinos que iban y venían como una cinta sin fin.
Ese día ella, sólo ella ocupó mi atención.
Me sorprendió la quietud imperturbable de su postura. Con recelo comencé a recorrer su figura envuelta en misterio.

Vestía falda con pliegues y casaca con mangas al codo de tela rústica cruda.
Calzaba alpargatas con suela de soga. Fue ahí, en eso momento, cuando descubrí que apoyaba los pies en el aire. Cerquita del suelo, pero en el aire.

Ni mi madre ni mi padre creyeron mi relato. Juro que no mentí. Tampoco miento ahora; Ella se apoyaba en el aire.

Le dibujé alas. A sus pies le dibujé alas. Alas para vuelos cortos, como el de los gorriones. Alas de planeos rasantes, para soplar suavecito al asfalto. Alas blancas como sus alpargatas. Alas con perfume a fresia robado a las de mi jardín.

Aunque ella no me miró, sé que sabía que la miraba.
Cuando se la llevaron levanté mi mano para decirle adiós, y ella me regaló la hondura de sus ojos.


*Maestra cocinera
y cuentista
10/02/2011

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