Sandro, querido
Un día de 1969, en la casa de un niño de 13 años apareció sobre el “combinado” (una suerte de tocadiscos con radio en un mueble gigante), un disco que hacía furor en la época: “Sandro de América”.
Si bien los gustos musicales del púber se iban alejando del ya “viejo” “Club del Clan”, con esa música comercial y pegadiza, y su gusto se iba volcando cada vez más hacia la “música progresiva” (luego “rock nacional”), Beatles y otras alternativas más osadas, al poner el “larga duración” en el aparato, algunas canciones le gustaron. Sobre todo sintió esa pasión puesta en forma de voz impostada a lo “falsete” de ese señor de pelo renegro y nariz aguileña.
Así se lo veía al hombre en la tapa del imbatible “long play”, con cara de circunstancia (romántica), su cabeza apoyada en sus manos y una polera verde inconfundible.
Unos meses antes (o después), ese pibe había ido con la barra del rioba a ver al cine “Urquiza”, en Caseros, sobre todo a instancias de las chicas del barrio, “Quiero llenarme de ti”, la primera película masiva del ídolo, ahora, de América. El cine se “caía” de gritos, llantos y aullidos femeninos.
Cada noche, una vez por semana, el pibe también lo admiraba silenciosa y ceremonialmente en un programa musical de TV dirigido por Silvio Soldán que existía en canal 9, el viejo canal de Alejandro Romay, donde aparecía, aún en blanco y negro, (no existía todavía la tele color en estas pampas), el “gitano”. Ahora, ya no como el rockero fogoso y contorsionante con “Los de Fuego” en los “Sábados circulares” de “Pipo” Mancera, sino como un cantante romántico al estilo de Charles Aznavour o Gilbert Becaud.
El estilo suave y moderado ahora, no evitaba por momentos esas miradas intensas, el particular movimiento de las manos y algún movimiento sensual y pélvico a lo Elvis Presley al calor de “Rosa, Rosa”, uno de los temas más populares, o “Tengo” o “Una muchacha y una guitarra”.
Con el paso de los años, el gusto del adolescente por el “gitano” se fue opacando en un sentido. No porque no le gustara, sino porque no estaba bien visto (el “qué dirán” pesaba mucho más que ahora) que un “rockero” anduviera con esos discos “mersa” o “grasa” bajo el brazo, al lado de los de Spinetta o la Pesada del Rock&Roll. Sin embargo, el chico nunca dejó de escucharlo, sobre todo, cuando algún enamoramiento adolescente aparecía por ahí, y no había nada mejor para soñar e inspirarse que las canciones del hombre del smoking, patillas largas, labios gruesos y pantalones “oxford”.
Muchos años después, en los '90, la sorpresa de ese pibe, ahora señor adulto, fue doble. Una, por la pasión hacia el cantante con que alguna de sus compañeras de trabajo, llamada “Rosa”, que no se perdió casi ningún recital en el Luna Park y en el Gran Rex, donde Don Sánchez mostró todo su arte en su etapa madura. Y otra, cuando el querido Norberto “Pappo” Napolitano, el gran rockero, sin ambages, confesó su admiración por el “gitano” de América.
El lejano adolescente se sintió “hecho”. Los prejuicios de aquellos rockeros y no pocos intelectuales habían sido derrotados por la autenticidad del cantante e ídolo popular, y también, por su valor como ser humano, levantándose hoy a puro aplauso para homenajearlo en su partida.
Sandro ya nos pertenece a todos. Su arte siempre nos volverá a “llegar” cuando algo del romanticismo y el amor otra vez ronde por nuestro plexo solar. ¡Gracias, Roberto! R.S.
1 comentario:
Muy bueno Rubén, así me pasó a mí con Sandro y creo que a muchos.
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