lunes, 21 de abril de 2008

LA ALDEA PANORAMICA

Fronteras adentro
El rey come su carne, bebe de más,
sirven mesas en llamas y agria la sal,
el señor del castillo da la reunión,
con la escena muriente de un bufón.
(“Azafata del tren fantasma”, Invisible, 1974)

La idea de “frontera” no es nueva. En la Edad Media tenía que ver con las murallas que dividían la ciudad con los campos cultivados por los siervos de la gleba, atados a las tierras del señor feudal. El contrato (“do ut des”, te doy para que me des) incluía, además de la protección y permiso para labrar el campo, el derecho de “pernada”, que permitía al señor el poder pasar una noche íntima con la flamante esposa del siervo, rito que al final mutó con apenas el pase de la pierna de éste por encima de la cama de los cónyuges.

Cuando hablamos de “frontera” hoy no hablamos sólo de las fronteras geográficas que delimitan lugares, naciones, continentes. Hablamos de cómo éstas se transforman en sociales y económicas: si tenés plata tus fronteras son unas, pero, si no disponés de efectivo, tu mundo es más pequeño.Hace unos días, una parienta a la que se le rompió la heladera, me pidió prestada la tarjeta de crédito para comprar una nueva. Entusiasmada, ella eligió una muy grande y moderna en esos negocios de venta de artículos domésticos. Al momento de pagar, en cuotas, la gentil señorita que me atendía me dice: “Señor, le van a hablar”. “¿Cómo? ¿Alguien sabe donde estoy ahora y en este teléfono?”, me sorprendí con un poco de paranoia. “No, señor”, dijo la amable empleada, “lo llaman de su tarjeta de crédito”. “¡Ah!”, respiré aliviado. “Hola...”, conecté. “Señor”, dijo otra amable voz por el teléfono, “¿podría darme sus datos?”, a lo que respondí con todos ellos, salvo mi grupo sanguíneo que por suerte no fue pedido. “Mire señor, ¿de cuánto es la compra que usted quiere realizar”, preguntó la voz. Le dije el monto y amablemente otra vez la voz femenina contestó: “Lo siento, su límite es de una cantidad menor a ello, al menos para el pago en cuotas”. Y ahí apareció otra vez la frontera.

La parienta, lógicamente, un tanto molesta por no haber podido concretar la compra del bien tan esencial para conservar la comida consideró que mi tarjeta era “pobre”. La paradoja de su aseveración en caliente era que esto lo sostenía cu ando ella, por sus propios medios, no podía obtener el aparato, y no podía entender, cómo yo, que era “rico”, no podía ayudarla en la compra. Otra frontera: aceptar que no todo se puede y que el lugar económico-social que ocupamos nos limita en una globalización que incluye y excluye al mismo tiempo.

Mirando un esquema un tanto más general, hoy se sabe que ir de u na ciudad a otra, digamos, por ejemplo, Caseros con Avellaneda, por autopista es cuestión de minutos, sólo que... hay que disponer de un automóvil y poder pagar el peaje. En cambio, sin un cuatro ruedas, o una moto, hay que esperar colectivo, subte, tren y poder pagar los pasajes, por lo cual el trayecto puede llevar dos horas o más. Ni qué hablar para quien no dispone ni para los pasajes.

Con el paro de los diversos sectores del campo hace unos días se vieron otras fronteras, hasta dónde dependemos, los que vivimos en la ciudad, de la producción y la distribución comestible (también de la acción especulativa) desde este esquema productivo; o el gran sentido social que adoptan los bienes ante su falta, así como los límites del gobierno para resolver la problemática sin considerarla, por sobre todo, una afrenta desestabilizadora, incluyendo la paradoja de un reclamo contra una política que a estos sectores los ha beneficiado enormemente.

Fronteras de sobrevivencia para muchos y abundancia para pocos, y un gobierno amurallado como en el castillo del señor feudal.

R.S.

No hay comentarios: